«Durante el resto de sus vidas debían observar un estricto comportamiento moral (incluyendo una plena continencia sexual, estuviesen o no casados) y les estaba prohibido entrar en la milicia, ejercer cargos públicos y acceder a la clericatura», ha puntualizado Fernández Ubiña.
[5] Los obispos también pasaron a administrar el bautismo —los laicos solo podrían hacerlo en casos excepcionales, como el de un enfermo grave—[6] y a presidir la ceremonia de la eucaristía, aunque continuó sin distinguirse, como se haría más tarde, entre los que celebran y los que asisten.
A principios del siglo III Tertuliano ya separó al ordo sacerdotalis de la plebs o laici.
[13] «Reclamaron para sí el título de maestros en la fe, al que se subordinaban los presbíteros y, sobre todo, los laicos».
[14] Como ha señalado Ramón Teja, «frente a la variedad de instituciones que figuraban en las iglesias primitivas, presbíteros, diáconos, obispos, profetas, hombres carismáticos, etc. el siglo II vio la consolidación y generalización de la institución del episcopado monárquico.
«Las comunidad» debían someterse a ellos y no podían destituirlos, porque habían sido impuestos por los apóstoles», ha afirmado Juan Antonio Estrada.
Esto explica que las listas existentes no coincidan y, a veces, se contradigan», ha señalado Estada.
[22] El triunfo definitivo del «episcopado monárquico» también aparece en la llamada Didascalia de los apóstoles referida a Siria.
«Precisamente porque Jesús no fundó ni determinó con detalle cómo debería ser la Iglesia, hubo un gran espacio para la creatividad de las comunidades y los redactores de los textos al establecer la identidad y las señales referenciales del cristianismo», ha afirmado Juan Antonio Estrada.
[24] Diversos autores compusieron otros, «en parte originales, en parte copias unos de otros» y los pocos que se han conservado (en su inmensa mayoría sólo fragmentos) serán llamados evangelios apócrifos (del griego apokryphos, 'oculto', 'escondido') y no serán reconocidos por las Iglesias cristianas como inspirados por Dios (a diferencia de los que serán llamados canónicos: los de Marcos, Mateo, Lucas y Juan).
[36] Tampoco existió inicialmente un acuerdo sobre el valor que se debía dar a las Escrituras procedentes del judaísmo, aunque finalmente se acabarían incorporando al canon cristiano por dos razones principales, según José Fernández Ubiña: «porque el propio Jesús aparece en diversos evangelios como un profundo conocedor e intérprete de las Escrituras, cuyo cumplimiento sin hipocresías exige a los demás y a sí mismo» y porque «la figura misma de Cristo, la misión redentora que le atribuían sus seguidores, sus enseñanzas y sus obras, sólo eran plenamente comprensibles a la luz de esas Escrituras, en especial de los Profetas».
Sin embargo, estos 3 libros también fueron acordados y reconocidos como canon por el liderazgo de la iglesia.
Como ha destacado Juan Antonio Estrada, «las comunidades no tenían homogeneidad doctrinal ni uniformidad organizativa, tampoco un órgano centralizado que impusiera su propia teología.
Se llegan a elaborar listas de obispos (diadojé) cuyos orígenes se remontaban a los apóstoles para demostrar que sus opiniones eran las que había transmitido Cristo y por tanto estaban libres de contaminaciones heréticas.
[44] Así, como ha señalado Jesús Mosterín, «una herejía era una opinión cristiana discrepante con la ortodoxia consensuada por los obispos.
[48] El gnosticismo, en realidad, «nunca fue un movimiento unitario ni organizado, sino una pluralidad de escuelas, sectas, maestros y pensadores...
[55] Los más destacados gnósticos cristianos, o que al menos aludían en ocasiones a Cristo, fueron Valentín, probable autor del Evangelio de la Verdad,[56] Basílides y Claudio Ptolomeo.
Según Ramón Teja, «en cierta medida fue una versión nueva del antijudaísmo agravada por el radicalismo con que los cristianos rechazaban a los demás dioses y religiones».
[78] El historiador romano Tácito escribió a principios del siglo II que los cristianos eran «aborrecidos por su ignominia», que su secta era una «execrable superstición» (una surperstitio, lo opuesto a la religio)[79] y los acusó de «odio al género humano» (odium humani generis).
[80][81] Plinio el Joven en la carta que le escribió al emperador Trajano afirmaba que se trataba de una «superstición malvada y desmesurada», a cuyos seguidores «se debía castigar [por] su pertinacia y su inflexible obstinación... [por] su locura» (el calificativo de locura, en referencia a la obstinación de los cristianos en materia religiosa, también fue empleado por el filósofo estoico Epicteto).
Estos apologetas «también fueron los primeros e incipientes teólogos, pues, en el intento de defender la doctrina cristiana, se vieron obligados a precisarla y fijarla, aunque fuera a su manera, ya que aún no había una ortodoxia eclesiásticamente definida».
Sólo al final del siglo II aparecen apologistas de lengua latina, como Tertuliano y Minucio Félix.
[103][nota 8] La llamada Iglesia de Oriente tuvo su inicio en una fecha muy temprana, en la zona de separación entre el Imperio parto y el Imperio romano en la Alta Mesopotamia, por lo que también es conocida como la Iglesia asiria oriental.
Situado en las principales rutas comerciales de la Media Luna Fértil, era fácilmente accesible desde Antioquía, donde se inauguró la misión a los gentiles.
Así, la iglesia de Edesa remonta su origen a la época apostólica, y el cristianismo incluso se convirtió en la religión del estado durante un tiempo.
Fue en Edesa donde comenzó un movimiento misionero que se extendió gradualmente por toda Mesopotamia, Persia, Asia central y China.
Según la tradición, Mari fue enviado como misionero a Seleucia (en el río Tigris, cerca de la actual Bagdad), que, con su ciudad gemela de Ctesifonte al otro lado del río, se convirtieron en otro bastión misionero.
Los veinte obispos y presbíteros eran más del orden de misioneros itinerantes, que pasaban de un lugar a otro, como lo hiciera Pablo, y supliendo sus necesidades con ocupaciones tales como comerciante o artesano.
El establecimiento de un patriarcado independiente, con nueve metrópolis subordinadas, contribuyó a una actitud más favorable del gobierno persa, que ya no tenía que temer una alianza eclesiástica con el enemigo común, Roma.