Sin embargo, si un magistrado renunciaba o moría antes de que terminara su mandato, debería elegirse un sufecto en su lugar.
No siempre se hizo esta sustitución, pues a veces, el cargo quedaba vacante, aun cuando faltaran varios meses para concluir el año de mandato.
En otras ocasiones, los senadores que llegaron al consulado solo pudieron alcanzarlo gracias a la posibilidad de ser cónsul sufecto; como los casos del historiador Tácito, el escritor Plinio el Joven, el filósofo Séneca o el que sería emperador Septimio Severo.
Hasta la época del emperador Septimio Severo (r. 193-211), los cónsules sufectos oficialmente todavía eran epónimos (por ejemplo, en los diplomas militares romanos, el año estaba datado por su nombre).
Desde el comienzo del siglo III, los actos oficiales nuevamente se databan solo con los dos primeros cónsules, es decir, los ordinarios.