Los órganos constitucionales autónomos de México son el conjunto de instituciones públicas constituidas al margen de los tres poderes de la Unión (legislativo, ejecutivo y judicial) en los que se deposita el gobierno de los Estados Unidos Mexicanos, ubicándolos en una condición de igualdad jurídica frente al resto y con una relación de coordinación y control.
Sus titulares son designados con la participación del presidente de la República, quien los propone, y son ratificados (o igualmente propuestos, según lo establezca la ley) por la Cámara de Diputados o el Senado de la República.
Sin embargo, no están supeditados a éstos en cuanto a sus funciones, no están sectorizados en sus organigramas, y la remoción de sus titulares, así como las restricciones de sus actividades no están condicionadas a ninguno de los poderes, sino de los mecanismos constitucionales.
[1] Las obligaciones, facultades, requisitos y restricciones de los órganos están determinados por distintos artículos de la constitución y las leyes orgánicas respectivas.
El ejercicio de sus funciones corresponde a aquellas áreas en las que, los procesos históricos y sociales que les dieron origen, manifestaban la necesidad de sistemas imparciales, en los que ninguno de los tres poderes fueran juez y parte para el manejo, entre otras, del sistema monetario, las elecciones, la medición de las políticas públicas en materia económica y social, los derechos humanos y la procuración de justicia.