Peste rusa de 1770-1772

[1]​ Las noticias fueron aclamadas y exageradas por los adversarios de Rusia; Catalina II, en cambio, escribía una carta tranquilizadora a Voltaire, donde afirmaba que «en primavera los muertos por la peste resucitarán para la lucha».

[2]​ El comandante general Christopher von Stoffeln presionó a los doctores del ejército para encubrir el brote, el cual no se hizo público hasta que Gustav Orreus, un cirujano ruso-finés que respondía directamente ante el mariscal de campo Piotr Rumiántsev, examinó la situación, la identificó como una peste e impuso la cuarentena de las tropas.

El sistema concebía toda epidemia como una amenaza externa, centrándose en el control fronterizo, y prestaba menor atención a las medidas domésticas.

Creía que al eliminar los malos olores asociados con la ciudad, la salud de sus habitantes mejoraría; opinión común en el siglo xviii, fundamentada en la teoría miasmática de la enfermedad, que situaba su etiología en los malos olores.

La peste era una amenaza constante en la Europa moderna; nadie podía estar seguro de donde o cuando surgiría.

En 1765 comenzaron a circular rumores de que la peste se había propagado hacia el norte, desde el Imperio otomano hasta Polonia.

[10]​ Los mismos rumores continuaron durante el año siguiente, con un supuesto brote en Constantinopla y Crimea.

La respuesta del Gobierno consistió en el envío de militares al hospital para poner en cuarentena los casos.

Shafonski presentó un nuevo informe en febrero, donde discutía su caso, pero los oficiales creyeron a Rinder en su lugar.

La desesperación desatada en este mes ocasionó el motín de la plaga, un levantamiento contra el gobierno y sus métodos fallidos para proteger a los ciudadanos.

[6]​ No obstante, las cifras no reflejan del todo la realidad: los residentes, al temer que las autoridades habrían destruido las propiedades infectadas, ocultaron numerosos cadáveres, enterrándolos por la noche o simplemente arrojándolos a las calles.

Las autoridades organizaron cadenas de presidiarios para recojer y enterrar los cuerpos, pero sus fuerzas eran insuficientes incluso para esta sencilla tarea.

Mientras tenían lugar los disturbios, la emperatriz envió a Grigori Orlov, su favorito, para tomar el control de Moscú.

En términos económicos, las cercanas tierras polacas eran más rentables que Moldavia, la cual debía cederse a los otomanos.

Catalina prefirió seguir ambas posturas y así participar en el reparto de Polonia al tiempo que continuaba la guerra en el sur hasta 1774.

Acuarela de los disturbios en Moscú, 1771, por Ernst Lissner (c. 1930).