A fines del siglo XII, un hijo de Guillermo VII, conde de Montpellier, llamado Guido, junto a varias personas caritativas que se dedicaban al acogimiento y cuidado de ancianos, enfermos y niños abandonados, fundaron un establecimiento regido por laicos a los que dio un hábito especial y una regla inspirada en la sentencia de Jesucristo: «Lo que hiciéreis con uno de estos pequeñuelos, conmigo lo hacéis.» El fundador acudió en 1198 al papa Inocencio III solicitando la aprobación de su obra.
El Papa acogió la petición con tal entusiasmo, que no sólo confirmó el benéfico instituto sino que significó su deseo de que se creara en la misma Roma una casa-asilo u hospital como el de Montpellier.
El de Montpellier, sin embargo, conservó el privilegio de casa-matriz, y cabeza del instituto que se denominó Orden del Espíritu Santo.
Los pontífices que siguieron a Inocencio III le otorgaron gracias y privilegios y, por su parte, los reyes de Francia la protegieron con liberalidad, contribuyendo eficazmente al gran desarrollo que adquirió en dicho reino.
Los hospitalarios del Espíritu Santo usaban hábito negro con una cruz blanca doble sobre el pecho en el lado izquierdo; y además de los votos de pobreza, obediencia y castidad, hacían el de asistir a los menesterosos en los siguientes términos: Simultáneamente, con los hospitales dirigidos por religiosos se propagaron los de religiosas que tenían la misma regla y hábito y hacían los mismos votos, llegando a ser numerosos en el Franco Condado, Lorena y Provenza.