Al morir su padre en 1796 y enfrentando una penosa situación económica, Carpio valiéndose por sus propios merecimientos, decide ingresar al Seminario Conciliar de Puebla, donde cursa las asignaturas de latinidad, artes, letras, filosofía y teología.
Siendo natural y al terminar el curso de teología, pudo haber seguido el camino del sacerdocio, pero sintiéndose no digno para ejercerlo, dado su altísima concepción santa del oficio, opta por cursar la asignatura de derecho.
Manuel contó con la fortuna de que un grupo de jóvenes seminaristas optaron por la misma carrera y al ver que el curso no satisfacía del todo sus expectativas, decidieron formar una Academia particular para estudiar por ellos mismos medicina, mientras continuaban con sus cursos en el hospital.
Siendo criticado en un principio por esta traducción, ya que en aquella época el latín era la lengua oficial de enseñanza en la Universidad, Manuel Carpio la justifica en su breve prólogo de esta obra, que a continuación se muestra de forma integra: Por si fuera poco, Carpio utiliza como introducción la siguiente frase: “Hipócrates era hombre, y a veces se engañó como todos”.
Considerada casi como una herejía para su tiempo, esta frase demuestra la época que imperaba en México que vivió Manuel Carpio, el derrumbamiento de las instituciones coloniales para dar paso a un corriente reformadora y novohispana, utilizando el idioma como medio de cambio.
Manuel Carpio vive la transición de la medicina colonial y tradicionalista, a la medicina científica, cuando en México se da el cambio más importante del paradigma médico, del humoral al anátomo-patológico.
[5] Como se describe, él es en enlace entre dos épocas, estudiando los conceptos de la medicina tradicional y transformándolo en conocimientos vanguardistas.
Es sabido, que Manuel Carpio realizó los primeros estudios e investigaciones con microscopio en México.
[7] Asimismo y como lo dijera Don Bernardo Couto, el comportamiento de Carpio a estas ideas era: Oyólas con precaución, púsolas luego al crisol de la observación y el raciocinio, no tardó en decidirse contra ellas.
Yo no he conocido persona que menos se permitiera juzgar mal de nadie, ni manifestar opinión o sentimiento contrario a otro.
Delante de él la murmuración tenía que callar, porque con su presencia grave y severa le obligaba a guardar mesura.
Actuaba como dictaminaba su conciencia, y practicaba a la letra la máxima de Leibniz: La justicia es la caridad del sabio.
Manuel Carpió poseía su alma en sosiego, y era siempre señor de sí mismo.
De fuerte formación católica, jamás interfirió en otras creencias, al contrario las respetaba.
Las disputas religiosas le parecían nocivas, y seguía con entera pero razonada fe la creencia de la Iglesia católica.
[4] Manuel Carpio también se dio el tiempo suficiente para incursionar dentro de la administración pública y la política.
En aquel momento, el Congreso y el Gobierno Estatal se opusieron al bando yorkino, que se había para entonces organizado en logias masónicas bajo encargo y supervisión del Embajador norteamericano Joel R. Poinsett.
Para defender y justificar su postura, la Legislatura local decidió redactar un manifiesto, encargo que se dio a Manuel Carpio.
Pocas veces tomaba parte en las discusiones públicas, y más bien se daba al trabajo de comisiones.
Considerado como el Padre del Romanticismo mexicano para algunos autores [cita requerida], Carpio era un hombre de vasta cultura y una fuerte formación religiosa.
En los siguientes años, Mariano Galván le encargaría otras composiciones sobre al mismo tema a Manuel Carpio para incluirlo en el calendario anual que editaba.
Su estilo es limpio y claro, aunque en ocasiones abuzó por buscar la perfección de estilo, nunca dejó llevarse por la tentación de la prosa, no porque esta fuese mala, sino porque no correspondía a su ser.
Tal fue su amor por su tierra natal, que popularmente se le empezó a llamar El Cantor del Terruño.
Como miembros del jurado, fueron seleccionados tres importantes intelectuales de la época: Bernardo Couto, José Joaquín Pesado, y Manuel Carpio.
Manuel Carpio se casó con Guadalupe Berruecos, matrimonio que procreó cinco hijos.
En 1856 muere su esposa y tres años después, en enero de 1859, su cuñado, Rafael Berruecos, al que quería como un hermano.
Estos hechos le dejarían una profunda tristeza y pena hasta el día de su muerte.