La pequeña cerillera

En todo el santo día nadie le había comprado nada, ni le había dado un mísero chelín; volvíase a su casa hambrienta y medio helada, ¡y parecía tan abatida, la pobrecilla!

Los copos de nieve caían sobre su largo cabello rubio, cuyos hermosos rizos le cubrían el cuello; pero no estaba ella para presumir.

Encogía los piececitos todo lo posible, pero el frío la iba invadiendo, y, por otra parte, no se atrevía a volver a casa, pues no había vendido ni un fósforo, ni recogido un triste céntimo.

Su padre le pegaría, además de que en casa hacía frío también; solo los cobijaba el tejado, y el viento entraba por todas partes, pese a la paja y los trapos con que habían procurado tapar las rendijas.

¡Si se atreviese a sacar uno solo del manojo, frotarlo contra la pared y calentarse los dedos!

Dio una llama clara, cálida, como una lucecita, cuando la resguardó con la mano; una luz maravillosa.

Pero en aquel momento se apagó el fósforo, dejando visible tan solo la gruesa y fría pared.

«Alguien se está muriendo» —pensó la niña—, pues su abuela, la única persona que la había querido, pero que estaba muerta ya, le había dicho: —Cuando una estrella cae, una alma se eleva hacia Dios.

Nunca la abuelita había sido tan alta y tan hermosa; tomó a la niña en el brazo y, envueltas las dos en un gran resplandor, henchidas de gozo, emprendieron el vuelo hacia las alturas, sin que la pequeña sintiera ya frío, hambre ni miedo.

También convoca una mirada a la fe, en la cosmovisión de que, al final, no importa el sufrimiento en este mundo cruel, todo estará bien.