Un soldado alemán les ayudó escondiéndolos en un coche blindado, donde esperaron hasta que los bombardeos cesaron.
La suerte les sonrió cuando su madre montó un pequeño negocio ilícito, cosa que estaba completamente prohibida por el gobierno soviético.
En los siguientes tres años Ígor Kostin aprendió a valorar la vida y el esfuerzo que cuesta ganarse un trozo de pan.
Fueron obligados a cavar trincheras durante horas con el pretexto de que los enemigos se iban acercando.
Aquella alerta será algo que Kostin nunca sabrá si fue real o un simple ejercicio.
De vuelta al mundo civil, Ígor Kostin decidió dedicarse a lo que mejor se le daba, el deporte.
Al dejar el deporte, la suerte le sonrió y se encontró con un hombre que quiso darle la mano de su hija.
Convertirse en profesional tuvo un coste, Kostin dejó el trabajo de ingeniero junto a su mujer y la casa donde vivía.
El obtuvo la única foto no velada por la radiactividad de todas las que tomó.
Dicha foto fue publicada mundialmente, consiguiendo burlar la férrea censura de la URSS, aunque algún tiempo después del suceso.
Tuvo que ser tratado en diversas ocasiones en diferentes hospitales en Kiev, Moscú e Hiroshima.
Igor Kostin (2006): Chernóbil, confesiones de un reportero, trad., Helena Reig Ahicart (primera edición).