Los estudios más recientes han desterrado la idea que sobre el pintor se tenía desde antiguo sobre una vida libertina y un incorregible vicio por el alcohol, basándose en adornadas anécdotas sin evidencia que las documente de sus primeros biógrafos.
Pero a finales del siglo XVI, debido a la influencia de la pintura italiana, surge un arte de cierta inspiración clasicista que se dejará traslucir en las obras del primer Hals.
La tradición retratística holandesa alcanza su cumbre con Frans Hals, consiguiendo sacarla del mutismo y retratando sus figuras en movimiento.
A partir de 1640, un nuevo giro en la moda del retrato se observa en los países nórdicos.
Esto repercutió sensiblemente en los pedidos del retratista neerlandés, que pintaba de manera muy abocetada y con un colorido restringido.
Ante esta falta de trabajo, Hals intenta abrir nuevos caminos y funda un taller hacia 1650.
Sus acreedores lo demandaron en varias ocasiones, y en ese año pagó su deuda con un banquero vendiendo sus pertenencias.
El embargo de su patrimonio solo pudo requisar tres colchones, almohadas, un aparador, una mesa y cinco cuadros.
La ciudad en reconocimiento le ayudó en sus gastos, proporcionándole vivienda gratuita y aprovisionamiento de combustible.
Frans Hals manifestó durante su vida una tremenda audacia y un gran coraje que empaparon sus propios lienzos.
Siglos después, Vincent van Gogh escribía a su hermano Theo: "Qué alegría es ver a Frans Hals, qué diferente son sus pinturas -muchas de ellas- donde todo está cuidadosamente alisado del mismo modo".
Hals eligió no darle un acabado definido a sus pinturas, como hacían casi todos sus contemporáneos, pues imitaba la vitalidad de sus retratados usando manchas, líneas, gotas, grandes parches de color, que conformaban los detalles.
No fue hasta el siglo XIX que esta técnica tuvo seguidores, particularmente en el Impresionismo.
Otros posibles aprendices del taller, además de sus propios hijos, fueron Vincent Laurensz.