Recibió dos heridas en la Batalla de Amiraya, donde ganó el ascenso a teniente coronel.
Pese a que Belgrano le reconocía valor y capacidad, tuvo problemas con él por su indisciplina.
El general no lo dejó participar en la segunda expedición auxiliadora al Alto Perú, lo que lo privó de un valiente oficial.
Volvió a incorporarse al derrotado Ejército del Norte, para apoyar la retirada del mismo al mando de partidas de guerrillas formadas por gauchos, dando inicio a la Guerra Gaucha.
Allí se puso a las órdenes del general Carlos María de Alvear.
Esta batalla tuvo como consecuencia inmediata el completo control de la Banda Oriental por los federales.
Su participación en el conflicto que afectaba a las Provincias Unidas del Río de la Plata, sin embargo, lo hizo ir acercándose al ideario del federalismo, algo hasta ese momento inusitado en Buenos Aires y toda Hispanoamérica, buscando la autonomía de la Provincia de Buenos Aires en igualdad de condiciones que las demás provincias, que durante toda la época hispánica habían pertenecido siempre a un poder central.
Dirigió un grupo opositor al Directorio, en el que figuraban también Manuel Moreno, Pedro José Agrelo, Domingo French, Vicente Pazos Kanki, Manuel Vicente Pagola y Feliciano Antonio Chiclana.
Pueyrredón tuvo dos entrevistas con Dorrego,[nota 2] al término de las cuales ordenó su arresto y destierro.
Embarcado en un buque británico, se le dio por destino la isla de Santo Domingo, una colonia española.
Logró llegar a Baltimore, en los Estados Unidos, donde pronto se le unieron los demás miembros de su partido, expulsados también por Pueyrredón.
Después invadió la provincia de Santa Fe y derrotó a López en Pavón.
Desde su periódico El Argentino respaldó las ideas federalistas, en oposición al gobierno de Rivadavia.
Junto con su hermano Luis, apoyaron la campaña libertadora de los Treinta y Tres Orientales.
En su viaje de regreso se puso en contacto con el caudillo santiagueño Juan Felipe Ibarra, quien lo puso en contacto con los federales del interior y lo hizo elegir diputado por la Provincia de Santiago del Estero al Congreso Nacional en 1824.
Allí se mostró contrario a la política centralista del presidente Rivadavia, quien había nacionalizado la aduana y el puerto, como así también federalizado la ciudad de Buenos Aires.
Entre otros proyectos, comisionó al gobernador santafesino Estanislao López la liberación de las Misiones Orientales, desde donde debía atacar a los brasileños en Porto Alegre.
Dorrego también entró en relación con los principales líderes riograndenses, Bento Gonçalves da Silva y Bento Manuel Ribeiro, promoviendo la República de San Pedro del Río Grande, ya que el sentimiento en contra de la monarquía era creciente e importante en el sur del Brasil.
Ponsonby llegó hasta el punto de amenazar con una intervención militar si no se firmaba la paz con Brasil.
A principios de octubre las tropas argentinas establecidas en Río Grande partían de regreso hacia Buenos Aires, sintiéndose traicionadas por el tratado que Dorrego se había visto obligado a firmar.
Dorrego estaba indefenso: a la luz del día se tramaba una conspiración para derrocarlo.
La plana mayor de los generales, sus excompañeros de exilio, Alvear y Soler, junto con Martín Rodríguez, Juan Lavalle y José María Paz estaban decididos a defenestrar a Dorrego.
La legislatura fue disuelta y los unitarios anunciaron en la prensa que los sirvientes “volverán a la cocina”.
Imprudentemente, esperó allí a Lavalle y sus hombres, por los que fue fácilmente vencido en la batalla de Navarro.
Juan Lavalle se negó a conversar con Manuel Dorrego e inmediatamente ordenó que se lo fusilara por traición, tal como se lo había instigado en la reunión del 30 de noviembre a la que fueron, entre otros, Julián Segundo de Agüero, Salvador María del Carril, los hermanos Florencio y Juan Cruz Varela, Martín Rodríguez, Ignacio Álvarez Thomas y Valentín Alsina.
Su cadáver fue enterrado por el religioso Juan José Castañer, que era primo del infortunado condenado y quien le asistió espiritualmente en sus últimos momentos.
Salvador María del Carril, uno de los que había empujado a Lavalle al crimen, sabiendo que el gobernador había sido ejecutado sin ninguna forma de juicio, escribía unos días después al general: Lavalle, por su parte, asumió solo toda la responsabilidad: La Historia, señor ministro, juzgará imparcialmente si el señor Dorrego ha debido o no morir, y si al sacrificarlo a la tranquilidad de un pueblo enlutado por él, puedo haber estado poseído de otro sentimiento que el del bien público.