El lienzo blanco, luminoso, que le ciñe la cintura, con su hábil drapeado—ya de estilo barroco—, contrasta dramáticamente con los músculos flexibles y bien formados de su cuerpo.
El sufrimiento, insoportable, da paso a un último deseo: la Resurrección, último pensamiento hacia una vida prometida en la que el cuerpo, torturado hasta la extenuación, pero ya glorioso, lo demuestra.
Igual que en La Crucifixión de Velázquez (pintado hacia 1630, más rígido y simétrico), los pies están clavados por separado.
Por otra parte, y tras los decretos tridentinos, el espíritu de la Contrarreforma se oponía a las grandes escenificaciones orientando, especialmente a los artistas, hacia las composiciones en las que se representara únicamente a Cristo.
Zurbarán aprendió estas lecciones afirmándose, a los veintinueve años, como un maestro incontestable.