En época Romana, las niñas y jóvenes podían asegurar su futuro a través del matrimonio o ser explotadas sexualmente en beneficio de otra persona.
El Derecho romano definía a las meretrices como “personas que abiertamente obtienen dinero con su cuerpo”.
Eran probrosae, es decir, que según las leyes reguladoras del matrimonio decretadas por Augusto, no podían casarse con ciudadanos romanos nacidos libres.
También sufrían la carga de la infamia por edicto pretorio: no podían redactarun testamento ni recibir herencias.
Para las mujeres suponía cierta deshonra debido a su libertinaje sexual, pero, una vez más, no había prohibición o castigo de ningún tipo.
Sin embargo, las autoridades cayeron en la cuenta de que estos servicios podían ser gravados.
Por otro lado, las que trabajaban en burdeles privados podían ser registradas y fiscalizadas, lo que resultaría aún más fácil de hacer en los burdeles municipales, aunque esto no impedía a los funcionarios imperiales practicar la extorsión para obtener más dinero.
Los magistrados responsables del orden público local –los ediles de Roma, por ejemplo– vigilaban parcialmente sus actividades.
Otras crecían en régimen de esclavitud, y muchas eran esclavizadas para este fin.
Con una media de alrededor de diez clientes al día, lo cual no es una cifra elevada, según datos comparativos, esto suponía que en Pompeya se realizaban unos mil servicios sexuales al día.
Los burdeles eran los locales más organizados para esta práctica, pero algunas prostitutas no ejercían en lupanares, sino en viviendas.
Sin embargo, un grafiti de Pompeya quizá demuestra que no siempre se mantenían las diferencias entre posaderas y camareras: “Forniqué con la dueña”, aparece escrito en una pared (CIL 4.8442 Futui coponam).
La desnudez –sobre todo si los hombres y las mujeres se bañaban juntos, como podía suceder–, que se ofrecía como la bebida en las tabernas, era un aliciente que conducía a los clientes a compañeras sexuales disponibles.
También lo hacían en sitios públicos que dispusieran de zonas escondidas donde podían mantener relaciones sexuales rápidas.
Pero, más que eso, ciertas producciones teatrales eran tan provocadoras como los frescos de los burdeles.
Un autor cristiano describe, horrorizado, estos tejemanejes: “Esos juegos se celebran tras lanzar todas las restricciones morales al viento, que es lo más adecuado para honrar la memoria de una ramera.
Permanecen desnudas en el escenario ante un público agradecido, hasta que incluso las miradas desvergonzadas quedan saciadas con sus gestos escandalosos” (Lactantio, Institutos Divinos 1.20.10).
Los precios de las prostitutas por un mismo acto sexual, o por solicitudes específicas, podían variar ampliamente.
Un insulto común, cuadrantaria, hacía referencia a una moneda pequeña, el cuadrán, la cuarta parte de un as.
Algunas prostitutas pensaban que valían mucho más, tal como sostiene la mencionada Attis, quien podía ser “tuya por un denario” (es decir, ocho ases).
Si el cliente decidía buscar una oferta mejor, esos ocho ases –una buena paga por un día de trabajo– podían proporcionar mucho más: comida, una habitación y servicios sexuales en una casa pública.
Unos dos o tres ases diarios bastaban para apañarse durante buena parte de la época del Imperio romano.
Sin embargo, una prostituta que pudiera trabajar con regularidad podía, aún cobrando las tarifas mínimas de dos ases por servicio, obtener 20 ases o más al día, mucho más de lo que una mujer ganaba en cualquier otra ocupación remunerada, y el doble de lo que un trabajador bien pagado podía esperar.
Las esclavas prostitutas probablemente entregaban todo o casi todo el dinero al amo, que veía en sus esclavas una fuente de ingresos y las enviaban a los burdeles o a las calles para que al final del día regresaran con dinero.
Una vez que nacían los niños, se deshacían de ellos cometiendo infanticidio o abandonándolos.
Pero en el Imperio romano existía la gonorrea, la enfermedad venérea más común, ya citada en papiros médicos del Antiguo Egipto y en la Biblia.