En torno a los veinte años contrajo la lepra y, siguiendo la costumbre de la época, para evitar el contagio, fue separada del resto de la comunidad.
A partir de entonces vivió en una pequeña celda en el jardín del monasterio.
A lo largo de su enfermedad su unión con Jesucristo se fue haciendo cada vez más profunda, de modo que, aunque su vida exterior se reducía progresivamente, su corazón, su ser interior, crecía cada vez más.
Algo parecido ocurría en relación con los demás, tanto con su comunidad como con el resto de la humanidad, a los que se sentía cada vez más unida, y así ofrecía sus sufrimientos por la salvación de los pecadores y las almas del purgatorio.
En 1870 se extendió el culto a toda la Orden Cisterciense.