Sin perder tiempo se dedicó tenazmente a prepararse para otra conspiración y para tomar las armas nuevamente —como militar— contra el colonialismo español.
Decretó en 1875 (como Presidente de Cuba) medidas enérgicas: entre ellas la del famoso decreto bolivariano en virtud del cual sería condenado a muerte y pasado por las armas todo emisario, español o cubano, que se presentara en el campo de la insurrección haciendo proposiciones de paz, no basadas en los principios sustentados por los cubanos rebeldes.
Después de entregar la presidencia a Tomás Estrada Palma, y volver a ser diputado, tuvo que sufrir el trago amargo de participar en las negociaciones del Pacto del Zanjón.
La revolución del 95, obra de José Martí, lo tuvo entre sus adversarios aunque moderados.
Pensando acaso en hacer un bien a su patria, se entrevistó con Bartolomé Masó, a raíz del pronunciamiento de éste en Bayate, tratando de convencerlo y atraerlo a la legalidad bajo el régimen de España, cosa que fue inútil.