Ejerció los cargos de embajador en Madrid y Londres.
No solo no cumplió su misión como se esperaría de un diplomático, sino que además vivió a costa del país que le acogía: el Congreso de Estados Unidos “anunció que debía conseguir un crédito del gobierno español para pagar sus gastos, lo que suponía costear una delegación enorme y un estilo de vida caprichoso.
Fracasando las negociaciones,[2] no lográndose un acuerdo hasta 1795 con el Tratado de San Lorenzo.
Sus relaciones con Gran Bretaña, en cambio fueron más fructíferas, consiguiendo firmar un acuerdo que supuso la entrega de varios fuertes británicos en la frontera con Canadá a los Estados Unidos, entre ellos Fort Detroit y Fort Shelby.
Tal era su ingratitud hacia Francia y su aversión por España que “intentó colaborar con los ingleses para volver a conquistar la Florida occidental de las manos españolas”[3] El historiador Jonathan Dull hizo un resumen de la actuación de Jay en su influyente historia de la marina francesa: ”Jay ilustra el deseo de venganza a la que tiende la inocencia desencantada; a pesar de lo brillantes que pudieran ser sus servicios a su país más tarde, dio un mal ejemplo con su diplomacia”[4]