Pasqualino Settebellezze

Su madre, quien lo cría con indolencia, es quien lo inspira desde sus recuerdos para usar los encantos de una mirada masculina melancólica para llegar al corazón de una mujer, por más fría que sea.

Y Pasqualino arriesga el pellejo para conquistar a la directora del penal con esa técnica infalible que siempre utilizó para granjearse su apodo (siete bellezas es porque, según se entiende, él había tenido múltiples admiradoras, novias o amantes en sus años de libertad).

Ergo, debe elegir entre sus compañeros para enviarlos a la muerte y evitar así la propia.

Gris, canas en sus sienes, se reencuentra con su madre, con la hermana a cuyo amante mató por honor y con la niña adolescente a la que festejaba en sus caminatas matinales con su traje crema e impecable chambergo.

Se produce allí la transfiguración final de Pasqualino, que relata en segundos -con tono marcial, frente a su futura esposa- un porvenir donde la felicidad importa menos que la procreación, donde lo más importante es el hecho de sobrevivir a lo largo del tiempo a través de la descendencia.