El estilo se definió entre la segunda mitad y finales del siglo XVII, cuando el arte portugués comenzó a diferenciarse del español, hasta entonces influencia preponderante en vista de la Unión Ibérica, situación política que colocó a los reinos de Portugal y España bajo la misma corona, y que duró hasta 1640.
[1][2] Lo más llamativo son las densas tallas doradas, que ocupan prácticamente todas las superficies, con predominio de motivos espirales y concéntricos en los que abundan las ramas de vid y acanto, intercaladas con figuras de ángeles, carrancas, animales fantásticos, atlantes y cariátides, entre las que destaca el ave fénix.
La estructura de los altares se construye sobre una caja o banco, en el que se apoyan las típicas columnas torcidas (salomónicas) y arcos de medio punto concéntricos, que enmarcan un hueco profundo.
La estructura adquiere el efecto de un arco triunfal, resultado perfectamente adecuado a la función glorificadora para la que fue concebida.
[3] En los retablos mayores comenzó a desarrollarse el modelo del trono escalonado, sobre el que se instalaba la estatua del santo, cubierta por un baldaquino, simbólica «escalera al cielo»,[4] elemento que se desarrollaría y adquiriría una importancia superlativa en los periodos siguientes como recurso de uso generalizado.