Hospital General de Hombres

"Los primeros enfermos trasladados del Santa Catalina fueron los llamados "incurables y dementes" que vivían hacinados en el loquero."Una sala segunda para clínica médica en el fondo del patio, algo oscura aunque grande, contenía como cuarenta camas."A estos locos los cuidaba, o mejor diré los gobernaba, un capataz que generalmente tenía una verga en la mano, con la cual solía darles algunos golpes a los que no le obedecían sus órdenes, y por medio del terror se hacía respetar y obedecer; cuando algún loco se ponía furioso, en uno de esos accesos que suelen tener las demencias crónicas, se les encerraba en un cuarto sin muebles y muchas veces sin cama, donde permanecían mientras le duraba la exaltación mental.Se trasladaron allí los alienados más peligrosos e incómodos, quedando en el Cuadro del Hospital los demás, incesantemente aumentados.Estos últimos ejercían funciones de sirvientes y vivían en completa promiscuidad con los "internos".Hacia 1880, "El Hospital General de Hombres estaba pronto para finalizar su período útil.Tarimas escalonadas, mal dispuestas y muy propias para tullir a cualquier cristiano que tuviese la resignación de estarse sentado durante la lección en esos escaños duros, fríos e incómodos.Algunos castañeteaban los dientes mientras se restregaban las manos coloradas y entumecidas; otros marcaban el paso como soldados que han hecho alto.En el ángulo que formaban las paredes del cobertizo, un fogón primitivo, con una caldera de tres pies, para cocinar a los muertos.Era un espectáculo poco simpático el ver aquellos despojos humanos pendientes de un clavo y sujetos con piolas: piernas que les faltaba la piel y cuyos músculos color vinagre subido tomaban matices negruzcos en distintos puntos, dejando ver en otros una faja brillante, nacarada, tiesa, un tendón estirado, que había sido bien raspado con el bisturí para rastrear la inserción del músculo.Algunos, con los párpados entreabiertos, dejando ver los ojos apagados, sin brillo y cubiertos por ese líquido glutinoso que les hace perder completamente toda expresión.solían decir los más desalmados con el desaliento del que tiene hambre y no encuentra en su cajón revuelto ni un mendrugo.Y la antecámara del anfiteatro que hacía de morgue y la sala de autopsias: En esa antecámara del anfiteatro se amortajaban los infelices parias que habían sucumbido en el hospital; en la pieza contigua se hacían las autopsias.Eran dos cuartujos de techo bajo, sombríos, húmedos, con esa humedad pegajosa y molesta de las piezas que han estado cerradas mucho tiempo; amenazaban ruina; una ventana alta daba vista al patio donde habían crecido libremente las cicutas regadas con las aguas servidas del anfiteatro.Las hojas de la ventana continuamente abierta, soportaban caritativamente el muro del techo que amenazaba desplomarse.La primera vez que penetramos en ese recinto lóbrego y frío como un sepulcro abandonado, retrocedimos instintivamente; el espectáculo era poco alentador, y si nos hubiese llevado el amor al estudio, seguramente no habríamos vuelto.