Es así que desde ese momento cunde la veneración a la Virgen en toda la comarca y poblados vecinos.
Al morir Don González Setúbal, su viuda llama a Francisco Javier de la Rosa, el “ermitaño”, hombre solitario y piadoso para que se hiciera cargo del oratorio.
De a poco, favorecida por sus condiciones climáticas y por la composición del suelo, Guadalupe se convierte en una colonia floreciente.
Los años pasaron y Guadalupe seguía creciendo a pasos agigantados, ya habitarlo era una aventura inigualable, llena de matices para un ciudadano con visión del mundo ciertamente más estrecha que la que tiene ahora.
Sí, porque eso despertaba en sus habitantes, y en los del resto de Santa Fe, apreciar sus constantes cambios, sus mejoras y su adaptación a estos, con su comunicación, sus tranvías que lo unían al “mundo”, su “Rambla López”, sus domas de potros en la playa en los años ‘30; hasta su festival de aviación en 1934, en el que los aparatos aterrizaban y despegaban en la arena constantemente.
Aquel Guadalupe de los inmigrantes que trabajaron de sol a sol y apostaron a vivir con riesgos, a una legua de la ciudad, es el mismo que hoy continúa fundándose con el aporte de todos los vecinos, como en sus comienzos lo hicieron los Cantarutti, Beckmann, Benassi, Massara, Biaggioni, Meneghetti, y tantos otros que le dieron vida al Guadalupe que hoy es orgullo para toda Santa Fe.