Fue sentenciado a ser decapitado por confesar su fe cristiana.
Un día le ordenaron participar en las torturas infligidas a los cristianos de Cesarea.
Prefirió despojarse de las insignias de su cargo y huir a la montaña para vivir como un ermitaño.
"Al igual que el profeta Elías, que se había refugiado en el Monte Horeb, purificó el ojo de su corazón a través del ayuno, las vigilias, la oración y la meditación constante de la palabra de Dios, y logró ver a Dios tanto como es posible el hombre".
Luego regresó a la ciudad para cumplir su martirio.