Por esto Santo Tomás, al clasificar las pasiones, sea como actos, sea como estados psicológicos, colocó a la desesperación entre los irascibles (Summa Theologiae, I, II quaestiones 40 a 44) que miran el bien arduo, a cuya presencia se ha el apetito per accessum et per recessum, abalanzándose hacia él, mientas lo estima a su alcance, pero sintiéndose repelido y positivamente alejándose de él, de que se le presenta como imposible.
Por consiguiente, evoca el Angélico el dicho de Aristóteles (III Ethicorum, c. 3) quum ventum fuerit ad aliquod impossibile tum homines discedant; ley del espíritu consecuente al estado de violencia en que se halla; le acosa la necesidad del bien que desespera, se siente por tanto llevado tras él irresistiblemente, quizá en su prosecución ha puesto a prueba medios y recursos extremos, acallando presentimientos de su imposibilidad, pues ésta, con inmovilidad incontrastable en el camino de sus crecientes afanes ¿qué más natural que a su choque tomen contraria dirección las concentradas energías, se empleen en huir del bien, tiendan como a hacerlo imposible, a aniquilarlo si pudieran, y ya que no, a aniquilar el propio sujeto que tras él iba, para que a una imposibilidad se sume otra?
Sin embargo, no todo va dirigido hacia el área del dolor físico o creencial, Félix Lope de Vega y Carpio, justifica que la desesperación en sí misma es una pasión que nace por la más grande pasión que vive el ser humano, el amor.
En la teología católica se llama desesperación al pecado o vicio directamente contrario a la virtud teologal de la esperanza; por él o sus actos rehúye la voluntad, estimándola como imposible, la consecución del último fin y asimismo todos los medios, ordenados por Dios y puestos al alcance del hombre por conseguirla.
La desesperación se personifica en una mujer que cae desplomada, con un puñal en el pecho y una rama de ciprés en la mano, teniendo a sus pies un compás roto.