Lo que más atrapa no es tanto lo que mira sino cómo lo mira, cómo mezcla sonidos e imágenes, reflejos de la calle en las vidrieras y puntos de vista inusuales o los diálogos con algunos personajes, como los dos nostálgicos de la “Lavalle de los cines”, los que conversan en una peluquería o el hombre que ensaya y luego hace un rito religioso.
Y el atractivo del filme pasa por ahí: no por haberlos descubierto sino por elegir un original modo de retratarlos.
Ver ese “doble fondo” del centro porteño -oficinas de casas de cambio, lustradores de monumentos, gente que pega pósteres en los cines- tiene ese atractivo del detrás de la escena que, mal que le pese al filme, también refuerza, en su variopinta diversidad, todos los lugares comunes que este Centro exhibe.
Se trata, en principio, del puro registro de aquello que aparece ante cámara (lo cual tampoco es nunca así; siempre hay elección, exclusión, corte y montaje).
La cámara sigue a una chica de la calle, al morrudo asistente de un templo evangélico, que para a uno en la calle, se lo lleva al hall del ex cine para hablarse del diablo, al policía retiene a un ladrón y éste, esposado, al peluquero-melómano que recuerda a los grandes cantantes de ópera y directores de orquesta que pasaron por su sillón.