Durante esta época el avión a hélice alcanzaba velocidades de hasta 700 km/h, por lo que abandonar las cabinas cerradas, debido a la presión dinámica, era una tarea que exigía toda la concentración y fortaleza del tripulante.
La llegada de los reactores y sus velocidades cercanas a los 1000 km/h confirmaron que saltar no era la solución, pues muchos morían al chocar con la cola del avión.
El problema a resolver era cómo alejar rápidamente al piloto del avión.
Nuevamente se necesitaba un piloto consciente para saber su posición respecto a la tierra, por lo que los dispositivos no eran 100 % seguros.
Otras lesiones se debían a la incorrecta posición de los brazos y piernas al golpear con la cabina.