Tras la descomposición del califato omeya de Córdoba, Almería se convirtió en taifa.
La ciudad gozaría de una época de paz y tranquilidad en la que se construyeron fuentes, pozos, norias, acequias y palacios.
Almotacín, de cuyo palacio se conservan restos en el segundo recinto de la alcazaba almeriense, llamó a su pequeña corte ilustrada a intelectuales musulmanes y judíos: literatos, poetas (como su sierva Gayalmana), médicos, historiadores (como Aben Abilfayad y Aben Modair), maestros (como al-Zafadí) y geógrafos (como al-Udri o al-Bekrí), a quienes pagaba pensiones en plata.
En lo político y militar, su reinado se caracterizó por las escaramuzas fronterizas mantenidas contra Badís y Abd Allah, reyes ziríes de la taifa de Granada en Las Alpujarras y por la pérdida constante de territorios.
La extensión del poder almeriense hasta Baza, Lorca y Jaén heredada de sus antecesores comenzó sin embargo a resquebrajarse.