Fue creada debido a la necesidad de disponer de un arma arrojadiza que pudiera alcanzar los 30 m al ser lanzada, y que tuviera la capacidad perforante suficiente para atravesar a esa distancia escudos y corazas.
El soliferreum tiene una punta muy corta, que puede adoptar varias formas: a veces se trata simplemente de un extremo aguzado del astil, pero es más frecuente que tenga dos pequeñas aletas y, en los casos más elaborados, estas aletas tienen uno o varios ganchos, diseñados para que fuera mucho más difícil extraer la punta de la herida, provocando desgarros.
Para facilitar el agarre, la parte central a menudo se engrosa bastante y aparece forjada en forma facetada, e incluso tiene unas molduras separadas unos 10 cm para que la mano no resbale con el sudor.
Debieron ser extremadamente efectivos como armas arrojadizas pesadas, porque el peso y la densidad del material del astil dotarían de gran capacidad perforante a la estrecha punta, mientras que el astil penetraría sin rozamiento por el orificio abierto por aquella, al ser más estrecho aún (en torno a 1 cm de diámetro); esto permitiría atravesar un escudo sin apenas pérdida de impulso.
Al fallecer el guerrero ibérico, y como sucedía con todas sus demás armas, el soliferreum era doblado, inutilizado y enterrado junto con su dueño, para que mediante una inversión simbólica, bien documentada en fuentes literarias, resurgiera intacto en el más allá, como cuentan Heródoto o Luciano.