Su madre tenía una pequeña tienda de comestibles en Montepellier, y le quedaba poco tiempo para dedicar a su hijo.
Así, el pequeño Georges pasaba mucho tiempo solo en su casa metido en sus sueños y ahorrando lo que podía para ir ver películas.
Aunque a su alrededor todos hablaban de la guerra, Georges no entendía lo que quería decir esa palabra.
Como no podía mantener a su hijo y compartir con él todo el tiempo que le hubiera gustado, decidió enviar al pequeño Georges a pasar una temporada en la granja de cabras de sus tíos, Farrebique, en Goutrens.
Después de estar seis meses en la granja, regresó a Montpellier y empezó el colegio.
Su primera vivienda allí fue la casa de su prima Renée, que llevaba poco tiempo en París y vivía con su marido, el dibujante Albert Dubouta.
Al principio tuvo mala suerte, pero finalmente encontró un puesto en la Imprimerie du Droit en Choissy-le-Roi.
Iba mucho al cine, y leía todas las revistas del género que caían en sus manos.
Un día, leyó una entrevista a Eugène Deslaw, en la que explicaba cómo había rodado la Symphonie des machines con un presupuesto de solo 2500 francos.
Rouquier sabía que ese dinero estaba a su alcance, y decidió ahorrar para hacer él una película.
Para conseguir el dinero más rápidamente, pidió trabajar en la imprenta en los turnos de noche, hasta que un día, reunió 2500 francos.
Le costó poco dejar París, y se fue al sur de Francia, que él conocía mejor.
Aunque recibió una buena crítica de Maurice Bessy, Rouquier no estaba satisfecho.
Estaba dispuesto a hacer otra película, y sabía que no tardaría mucho en reunir otros 2500 francos.
La única manera de estar siempre ocupado y con dinero asegurado era hacer películas por encargo.
En 1955 Rouquier tuvo que hacer frente a un rodaje problemático para su filme Honegger, porque el sujeto del reportaje se puso muy enfermo.
Volvió a los cortos con La Bête Noire, un trabajo sobre la caza del jabalí salvaje en los bosques de Sologne.
En esta ocasión, la cámara de Rouquier actúa solo como testigo imparcial documentando unos acontecimientos.
Todo ocurrió mientras el piloto francés Mermoz volaba un avión postal de Natal a Dakar.
Georges Rouquier no esconde la cámara, como hacían los directores del cine-verdad y la Nouvelle Vague.
La actuación es mala, la relación entre los personajes no queda del todo clara y hay saltos enormes en la “trama” de la película, pero todos estos factores combinados le dan un toque de autenticidad y realismo a la historia.
Sobre el miso tema trató Le Bouclier, que fue ya su tercera obra sobre prevención y seguridad.
Los directores necesitaban, no solo una subvención, sino un permiso del gobierno para conseguir cuotas de película y filmar sus producciones.
Gracias a la experimentación, Rouquier unió estos fotogramas en una rápida sucesión (stop motion) con un resultado excelente que ilustra el carácter cíclico y temporal de las estaciones.
En este aspecto es bastante parecido a lo que quiso ilustrar Flaherty en sus películas Nanook, el esquimal y Moana.
El momento propicio para hacer la secuela llegó treinta y ocho años después.
Pero Rouquier no se limita a observar y analizar los avances tecnológicos de la agricultura.
Les convence para interpretar un papel que no dista demasiados de sus propias vidas: la agricultura se ha convertido en una industria, y deben decidir entre evolucionar hacia lo grande e impersonal o desaparecer.
Este soltero, que decide vender su terreno de Biquefarre y trasladarse a Toulouse, defiende en una reunión de propietarios que todo el terreno rural debería pertenecer al pueblo, para asegurar oportunidades y condiciones más equitativas para todos los granjeros.